Este finde no tuve más remedio que usar esta modernidad de medio de transporte fashion que tantos recuerdos me trae...

Cuando era ñaja mi hermano nos visitaba por Navidad en esa cagarra de lata vieja estrechuja y ruidosa que daba asco sólo de mirar... y mira por donde 20 años después las prisas y los ajustes económicos me llevaron a ellas de nuevo, a ser víctima de ellas... ¡Y no habían cambiado nada!, ¡en todo caso a peor!...
Dios mio, eran los mismos vagones de entonces y yo pensando en recargar el móvil allí, que ilusa...

No hay palabras que expliquen mi desazón moral cuando me encuentro con ese zulo gris ribeteado de literas hasta el techo, un metro cúbico aprovechado al máximo para 6 personas que en todo momento han de permanecer en su espacio, con los mismos materiales de 1970 ya sobeteados por millones de militares sudorosos y obesos que ilusionados iban y venían de Ferrol a sus casitas de permiso. ¿Cómo iba yo a dormir en esos colchones que no son colchones sino tablas solidificás a los hierros? ¡¡en esas sábanas de cartón que de fijo han sido escondrijo de ladillas y piojos mil!! ¿cómo iba a andar por esos pasillos estrechujos donde todo ros se asoma a las ventanas entorpeciendo el acceso a los baños para a tu paso sacar el culo y restregarse sutilmente a tus bellas y lozanas carnes? ¿Cómo? Pues por cojones, porque no había otra.

Y eso que tuvimos suerte porque a la ida sólo fuimos con una extraña señora de vestido rojo ajustado y tacón hasta el cuello que vino, hizo un par de sudokus, se echó unos ronquidos, y en Lugo nos dejó sin despedirse... Se puso sus medias, su sujetador, su camiseta, sus tacones y marchó. Y lo que sufrí yo,que desde abajo no podía cotillear nada y no me quedaba otra que agudizar el oido par interpretar esos movimientos que hacía... ¿se estaría marturbando? no sé, pero nos dejó con la duda de si el vestido era el camisón o si había dormido en bolas...
A la vuelta fueron dos los maromos que nos acompañaron en el viaje, gracias a dios roncaban menos que la señora onanista misteriosa, y tan discretos ellos, llegaron se durmieron y nunca más se supo.
Tan poco espacio y sin poder saber exactamente lo que hacen los vecinos... una tortura.
Cada noche consistió en 11 horas tumbada que consiguieron que deseara morirme varias veces... Me despertaba cada vez que el tren paraba en alguna estación y ya no sabía como ponerme el abrigo de almohada, a la vez que pensaba en toda la peña que habría dormido en pelotas en esas sábanas mientras se bufaba a dos tiempos... terrorismo psicológico le llamo yo a ese medio de transporte. Total, que llegue a Madrid con los brazos molidos, los riñones insensibilizaos y una mala leche... y paso, la próxima vez me voy a Santiago o a Coruña en avión, sea como sea, que yo no he nacio pa sufrí.


Tenía cinco o seis años y siempre pasábamos por la misma zapatería.
Era cuando no me quedaban más cojones que acompañar a mi madre al "Dávila" a hacer la compra con el coñazo del carro a cuestas. Era un suplicio sólo compensable por las decenas de "huesitos" que le sacaba a cambio... jeje. Yo no hacía nada que requiriera un mínimo esfuerzo gratis.

Allí estaba.
En una esquina del escaparate, un solo zapato.
Sólo y abandonado destacando entre los azabaches, sienas y azules marino de los zapatos típicos de piel se exhibia el zapato más bonito que había visto en mi vida (corta hasta entonces pero intensa, oye) resaltando insultantemente ante sus vulgares compañeros. Aportando la alegría y desinhibición de un color rojo salpicado de lunares blancos. Y enfrente estaba yo. Pegada al cristal admirando la pieza primero, tocandole las narices a mi madre después, con mis playeras viejas de tiras de belcro (a mis 6 años ya cansada de los cordones).
Me tiré más de una año haciendo el mismo ritual de súplica masiva, pasando aposta por la tienda, mirándolo con cara de pena, llorándole a mi madre, tirando de su brazo, suspirando cuando me hacía pasar de largo... y no lo quitaban del escaparate. Querían hacerme de sufrí...

Y hoy los he vuelto a ver.
Resulta que mi compañera de trabajo a sus 49 años quiere quitarse una espinita y se ha apuntado a un curso de sevillanas. Anda como loca buscando falda y zapatos, que joder no veais que caras son esas mierdas.
Y como dentro de nada es su cumple, se los vamos a regalar y casi nos da un patatús al ver los precios, y eso que son dos cosas la mar de discretas (porque son negros de ensayo) y no de las que molan de verdad con cienmil volantes y tres o cuatro colores... aaaaaaainnnnnn!! nada más pensarlo me sale el desgarro flamenquillo... óle!!.
Por cierto, aprovecho para denunciar un abuso en estas tiendas que te cobran 10 euros más por talla alegando que se gastan más en tela y punto, es la primera vez que lo veo.

Así que he estado de compras por "Maty" y ahí estaban... los zapatos de lunares.
Y como si no hubiera pasado el tiempo, me he acercado a ellos y los he visto de cerca, los he tenido en mi mano, he olido la piel, sin cristal de por medio, y me he acordado de los huesitos, y me he imaginado las pintas que tendría con el chandal y los zapatos a tan tierna edad (porque me los habría puesto con todo) y no sé si le debo dar las gracias a mi madre, o si debo comprármelos ahora que nadie me puede decir nada... pero con qué pega eso? ¿y por qué me dió tan fuerte si a mi las sevillanas me asquean?no sé...